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Déjame respirar

Déjame respirar

Miercoles, 5 de febrero de 2025



Querido Edu,

Hoy me he puesto una tirita de unicornio.
Me ha dolido más de lo que esperaba.
Hay cosas que no sé si prefiero intuir a oscuras o ver de golpe,
como cuando abres la nevera
y la caja de leche, en su precario equilibrio,
decide vencerse sobre ti.
Así ha sido el día:
una caída lenta, un cansancio que pesa el doble,
un aire que no se deja respirar.

No me gusta verte al límite.
No me gusta verte sufrir.
A veces logro envolver el miedo en una manta fina
y sentarme encima, fingiendo que no está.
Pero otras…
me sacude violentamente.

Desde que bajaste al escáner
algo se quebró.
No solo en ti.
También en mí.

Te dejaron bajar y volviste distinto,
más frágil,
más lejos.
Como si alguien te hubiera vaciado por dentro
y te hubiera devuelto solo la carcasa.

Ahora tiemblas.
Pero no es un temblor de frío,
es el cuerpo diciendo basta.
Tus pulmones no encuentran el ritmo,
jadean como si no recordaran cómo se hace.
Intentan ayudarte, te giran, te doblan, te colocan,
como si fueras un muñeco con piezas mal encajadas.
Incluso han pensado en darte la vuelta del todo,
ponerte boca abajo,
como si eso fuera a salvarte.

Pero tú —que cuando duele, te erizas como un lobo enjaulado—
te has resistido.
Has dicho que no.
Que ya.
Que hasta aquí.

Y yo, viéndote tan justo,
tan al límite,
me agarro del pecho para no partirme.

Y la tripa sigue en huelga.
Una masa tensa y callada
que no traga, no avanza, no se deja tocar.
Una víscera harta, atrincherada,
que parece gritar:
yo también tengo miedo.

Mañana van a drenarte la vesícula.
Así lo dicen.
Como si fuera poca cosa.
Pero para llegar hasta ella,
hay que suspender la heparina,
ese medicamento que impide que tu sangre se espese,
que evita que se formen coágulos
y se bloquee el circuito que te mantiene con vida.

Sin heparina, el ECMO corre peligro.
Con ella, la intervención es inviable.
Y el acceso a la vesícula no es sencillo:
hay que atravesar el hígado,
tocar tejidos que sangran con facilidad,
moverse entre márgenes mínimos.

El riesgo es doble y simultáneo:
una hemorragia que no se pueda frenar,
un trombo que detenga el flujo.

Un juego cruel de equilibrios:
cada elección una renuncia.
Cada gesto, un posible derrumbe.
Yo contengo el aliento.
Porque lo que está en juego no es solo tu cuerpo,
es el mío que tiembla contigo,
mi amor que no sabe cómo sostenerte
si tú no te dejas cuidar.

Mientras tanto, mi hermana
ha querido abrirme en canal.
Escanearme el alma,
buscar con los dedos alguna fisura en mis costillas emocionales,
como si pudiera demostrar que me estoy rompiendo por dentro
aunque no se note por fuera.

Y le he gritado.
Con toda la rabia.
Le he dicho que no,
que no me hable más del síndrome de la falsa felicidad,
que no estoy fingiendo,
que esto no es una negación decorativa.
Esto es lo que hay:
una mujer a la intemperie
intentando sobrevivirse.

Estoy aquí, entera por fuera y astillada por dentro,
y no puedo darme el lujo de derrumbarme del todo.
No puedo.
No ahora.

Y luego me ha dolido.
Todo.
Porque sé que lo hace desde el amor,
desde ese amor que aprieta hasta dejar marcas,
que quiere ayudar y acaba empujando.

Pero ella sabe que la quiero.
Lo sabe.
Y sabe también que si alguna vez le pido espacio,
es porque la necesito fuerte,
no desbordada por intentar arreglarme.

Y entonces, al caer la tarde,
he hablado con nuestra niña.
Su voz, pequeña.
El ánimo, arrastrándose.
He comprado un billete de autobús sin pensar.
Estoy en casa.
He vuelto para rescatarla.
Para rescatarme.

Me esperaba en el quicio,
con flores.
Flores que son un acto de fe
en medio del cansancio,
de la tristeza,
de un mes en el que ha tenido que aguantar como ha podido.
La nota me ha desmontado:
“Gracias por ser mi refugio”, decía.
Pero… ¿y si es ella quien me refugia a mí?

También había una carta de Adri.
Mi otra niña.
A veces pienso que ella me ve mejor
de lo que yo me veo a mí misma.
Me ha recordado quién soy,
todo lo que llevo recorrido,
y me ha dado justo lo que me hacía falta:
la certeza de que lo estoy haciendo bien.

Así que, después del día horrible,
del hospital, del miedo,
del muro que levanté para no herir más a mi hermana,
he llegado aquí.
Y he encontrado amor.
Del que abriga.
Del que consuela.
Del que alimenta en una cena de Navidad tras un mes a dieta.

Mañana, nuestra princesa vuelve conmigo.
Hasta el domingo.
Recargaremos juntas.
Y quizá mañana, también,
tus tripas se amansen,
el oxígeno te llegue mejor,
y yo, con suerte, no conteste mal
cuando me pregunten cómo estoy.

Te echo de menos.
Y esto es una puta mierda.

No hay consuelo.
No hay nada que lo haga llevadero.
Tu cuerpo sigue ahí,
pero tu ausencia ya pesa.
Odio este vacío intermitente.
Odio que estés y no estés.
Odio no tocarte,
no oírte decir ‘ya está’,
no saber si me escuchas siquiera.

Estoy harta de hacerme la fuerte.
De fingir que tengo fe, que tengo paciencia.
De repetir que todo va a salir bien
cuando dentro solo escucho silencio.

El tiempo no cura nada.
El tiempo solo espera.
Y yo no quiero esperar.
Yo te quiero de vuelta.

Quiero tus manos tibias.
Tu forma de mirarme sin miedo.
Tu risa atravesándolo todo.
Quiero que esto no esté pasando.

Estoy cansada de sobrevivir a días sin ti,
aunque sigas respirando.
De tener que tragarme el miedo a cada rato.
De no saber si mañana habrá más.

Estoy harta de no saber qué cuerpo encontraré al entrar a tu box.
De vivir con esta bomba en el pecho.
De no poder abrazarte como necesito.
De fingir que me basta con verte quieto, dormido, conectado.

No sé cómo se vive así.
No sé cuánto más puedo resistir.
Hoy hace un mes. Treinta días.
Treinta días de pelear con la muerte a codazos,
de verte colgado de cables mientras yo me deshago por dentro.
Pero dime, amor:
¿de verdad no piensas volver?

Yo te quiero, y te amo
Of corsa_B